Invítame a entrar
(borrador)
Isadora Montelongo
Carolina cierra la
puerta, después de sacar la llave del cerrojo, se asegura que la perilla no gire
más, sale apresurada, con los cabellos recién duchados, las mejillas de un color pálido y los labios sin
una gota de labial. La veo sin que diga una sola palabra matutina de su boca,
un adiós temporal o un dios te bendiga para siempre. Vuelve puntual a las cinco
de la tarde, sus tacones hacen un ruido
peculiar cuando regresa de una larga jornada laboral, se arrastran como si
fueran un pequeño trueno sobre el asfalto. La miro con el rostro cenizo del
cansancio, la ropa arrugada y con la falta de crema en sus manos; introduce la
llave en el cerrojo y gira la perilla, abre la ventana que no se ha abierto
desde que ella salió en la mañana, la casa parece inmóvil desde que ella sale. No
es la mismas atmosfera cuando ella sale, tiene un aroma peculiar, tal vez sea
causa de sus infortunios, Carolina huele a leche derramada, tibia que se
extiende por el cuerpo y alimenta a cualquier que esté carente de una sensación
dulce y tibia. El aroma debe venir de sus pezones que hasta hace poco lucían
más hinchados que de costumbre. No tuvo qué decirlo, tuve sólo que mirarla por
las mañanas y después de regresar del trabajo para asegurar que esperaba un
hijo; los botones de las blusas se abrían un poco de cada lado, mostraban un
brassiere apretado, jugoso de carne blanca que cualquiera que la viera asomarse
de entre las aberturas de la blusa, podía desear.
Carolina se recuesta
sobre el sillón de la sala, se levanta y abre el refri, no cocina nada, sólo
deja la mano buscando al azar algún producto lácteo. Se recuesta sobre los huesos
que se le han marcado más en sus caderas anchas. Carolina ya no es aquella
muchacha que salía al patio y se recostaba sobre el césped recién cortado, con
los pechos apuntando al cielo, con la forma puntiaguda que hace a la boca ajena
forma de chupón, ya no ríe hasta convertir su risa en una carcajada que sale de
las paredes al exterior de la casa y se le puede imaginar con las piernas
abiertas y acaloradas por el verano. Carolina se hizo para adentro, tan adentro
que es mía cuando la veo, la pienso, la miro desde la ventana de casa, donde
con cruzar la calle, la sé más de lo que ella se sabe a sí misma.
Fue una tarde de agosto
cuando por primera vez sentí lo que ella sintió, estaba justo en la ventana, en
la penumbra viendo al exterior, la calle era una alarma de ladridos, los perros
se reunían sobre la calle, ladrando a la puerta de Carolina, los gritos entre
ella y un hombre alto, de algunos años encima, no se dejaron esperar. Él azotó
la puerta, ella, la volvió a abrir y cuando salió a la calle, forcejearon. Un
impulso me arrojó hasta la calle, frente a la escena. El tipo salió corriendo y
esa fue la primera vez que estuve frente a Carolina, la llevé adrentro de su
casa y tomamos un poco. Terminamos en su cama, con la ropa totalmente fuera de
encima y desde entonces, jamás volvió a mirarme, ni siquiera para unos buenos días.
Ahora Carolina sale de casa todas las mañanas y regresa a las cinco de la
tarde, espero a que gire la perilla y vuelva a ofrecerme lo que hay dentro de
su casa. Tan adentro como fui con ella ese día.
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