Por
la amistad
(borrador)
Isadora Montelongo
Minerva cerró la
portezuela. Encendió el auto y dijo que sería la última vez que haría algo
loco.
Nos fuimos de viaje
como en los viejos tiempos.
─ ¡Amiga, te vas a
casar! ¡No puedo creerlo!
─ Ya sé…y a los 22
años.
─ Mi amiga desde la
infancia enculada. Te enculaste, realmente por fin te enculaste. ¡No lo puedo
creer! ¡Mierdas!
Minerva decía que jamás
se casaría, que si encontraba a un chavo, sería para encerrarlo por un fin de
semana y darle repetidas veces el culo. Así lo hizo siempre desde que juramos
que nadie nos quitaría nuestra soltería, porque la verdad le teníamos pavor al
matrimonio. Además estábamos chiquillas. Y yo nunca creí que lo dijera en serio
hasta que cayó en el ritual del amor. Las chicas siempre caemos en el ritual de
lo romántico y Minerva no sería la excepción, como yo.
Puedes encularte de un
hombre, conocerlo, acostarte con él y hasta adivinar qué es lo que hará, pero
en realidad, jamás verás la absoluta verdad en él. Los hombres son lo más sucio y más si
es para casarse con ellos.
Jorge era el suertudo.
El hombre que llevaría a Minerva al altar. Pinche viejo.
Salimos rumbo a la
carretera. Minerva tenía puestos los lentes de sol y apretaba el acelerador
como si el mundo se fuera a acabar.
─ La vida es un
pasamontañas, amiga. Nunca sabes qué rostro te va a ocultar detrás.
Abrí la ventana y
respiré el aire de la carretera. Un paisaje verde se metía por los orificios de
mi nariz.
Minerva manejaba y veía
los cds de viaje. Le gustaba escuchar sonidos con clase. High way to hell de AC
DC. Coreaba con la boca despintada y los hoyuelos de sus mejillas. La carretera
era un mapa sin pintar. Yo impulsé mis brazos hacia el techo del auto,
queríamos ir como dos endemoniadas hasta el final.
─Recuerdas ese día de
campo con los hermanos Pérez.
─ A huevo, ¿qué se
habrán hecho esos dos?
─ Quién sabe, pero cómo
eran de divertidos. Me acuerdo de los pantalones del Ángel. Qué viejo tan rico.
─ Ya sé, ni Jorge las
tiene así…
─ ¿Y si pasamos por el
lago donde nos quedamos esa vez?
Minerva manejó algunos
dos kilómetros más y giró en la vereda donde hace dos años habíamos ido de día
de campo con dos hermanos que conocimos en una noche de diversión.
El lago estaba casi
seco. Bajamos y los tenis se llenaron de tierra seca.
─Wey, no mames, aquí estaba
todo lleno de arbustos. Me acuerdo muy bien porque le hice una mamada a Ángel.
─Ni se la merecía por
mamón, pero eres toda un alma de Dios.
El lago había quedado
en un charco muerto de sed. Cerramos el auto y recorrimos el lugar. A lo lejos
quedaba una cabaña a la que habíamos ido, donde nos quedamos hace dos años a
acampar con los hermanos Pérez.
Minerva decía que esa
cabaña había pertenecido a una pareja de esposos. El hombre era cuidador del
área y la mujer se encargaba de hacer menjunjes con las yerbas del lugar, una
curandera.
La casa estaba hecha
trizas. Casi casi la madera de lo que quedaba de paredes, ya ni respiraba. El
piso era un fragmento del ayer. Ni las
huellas de lo que Minerva contaba aparecían en el lugar.
El hombre salió de la
cabaña como todos los días. Se llenó la espalda de verdor y la mujer esperó. Era
el hombre de su vida desde que los conoció a los quince años y la desposó. La
mujer esperó hasta que la noche se plantó de frente y todo fue oscuridad. Él no
volvió. Dicen que ella ya no fue al poblado más cercano y su carácter se hizo
huraño, dicen que de dolor se convirtió en
coyote y que por eso abundan esos
animales por la región.
─Puras mamadas. ¿Nos
quedamos una noche o qué?
Minerva aceptó y
bajamos las cosas del carro. El viaje era para sentir la pólvora por dentro.
La tienda de campaña la
pusimos frente a la cabaña. El carro estaba al lado del pozo que había sido un
lago muy bello.
Fumamos un poco.
Sacamos el tequila del asiento trasero. Bebimos.
La noche se quedó
tomando alcohol con nosotras. Minerva se carcajeaba en la oscuridad y recordaba
cómo aprendimos a hacer una fogata. Siempre fuimos unas chicas diferentes. Desde
que éramos unas niñas y Minerva saltaba hasta la ventana de mi casa y me
despertaba en la madrugada para fumar cigarrillos a escondidas. Siempre fuimos
rebeldes y nada convencionales. Nada de mamadas, como diría Minerva.
─ Wey, quemaste hasta
los calzones en la lumbre, no mames.
─ ¡Qué días, amiga! Ya
no volverán después de que me case, ─los ojos de Minerva se llenaron de algo.
─ Te vas a casar,
amiga. No manches, eres tan gay.
Jorge no entendería
eso. A él no le gustaba ir muy lejos y si no había regreso sería como morir
para él. A él le gustaba mirar por la ventada del departamento y ver la ciudad
moverse, comprar café fresco en la tienda de conveniencia y encajar las uñas en
el teclado de la computadora por ocho horas, regresar a casa y no darse cuenta
que el viento mueve las hojas de los árboles.
─ ¿Sabías que los
coyotes son monógamos?
─Nop, qué hueva.
─ Yo creo que por eso la
vieja esa se convirtió en uno, para buscar el paradero de su viejo. Usando su
olfato.
Minerva cayó ebria al
lado de la fogata con esa última aseveración. Yo bebí en la oscuridad. Siempre
era la que me quedaba despierta y sólida hasta el último trago. Minerva siempre
caía antes que yo. Apenas y enfocaba la cabaña cuando escuché los pasos de un
animal. El aullido agudo de un coyote me erizo la espalda. Asomó sus ojos entre
las tablas de madera que se caían de la cabaña.
─ Pinche vieja, namás
no tienes bato y sales de noche, ¿verdad puta?
El coyote se quedó
viendo desde lejos con sus ojos
brillosos y su pelaje levantado por el fresco.
─ Mine, Mine, ─ me
acerqué a Minerva a gatas y traté de moverla de la pierna para que despertara.
Yo pensaba que si el
coyote tenía hambre a las dos nos tragaría enteras. Minerva estaba
noqueadísima. Se había bebido media botella de tequila y había gastado sus
fuerzas y la batería de su celular, bailando rolas de AC DC toda la noche
frente a la fogata. Yo sólo había estado contando sobre los viejos tiempos y
las mamadas que había hecho en mi vida, de cómo no me funcionaba el amor y de
lo mal que me caía tener una pareja que lo dominara todo. No quería morir. Tal
vez correría al auto arrastrando a Minerva para que el mugroso coyote no se la
comiera, pero si éste corría y nos atacaba, tendría que dejarla ahí. Pero yo
jamás dejaba a mi raza. Siempre anteponía todo por la amistad. Primero los
amigos, antes que yo misma.
El brillo de los ojos
de la bestia se movieron de un lado al otro, no pasaba de la cabaña y me miraba
entre las rendijas de las tablas del lugar. Pero Minerva tenía que casarse. Yo
ni siquiera tenía pareja. Siempre he sido buena amiga, así que sería fácil dar
mi carne para que el coyote se saciara y no le pasara nada a Minerva.
El coyote gruñó algunas
veces, aulló seguidamente y se fue. Minerva por fin despertó con los ojos
pequeños y sin creerme nada.
─Payasa. Nada más
cierro los ojos tantito y ya me inventas coyotes.
─ Te lo juro. Estaba
ahí con los ojos puntiagudos y el pelaje revuelto.
─Nada más tú eres la
persona más compleja del mundo. Aquí ni hay pinches coyotes. Todo te lo inventé
desde aquella vez que vinimos con los Pérez para que anduvieras con el Ángel y
te dejaras de mamar soledad.
Yo nunca he tenido
novios duraderos. A lo máximo de dos semanas.
Solía mirar el mundo
como si fuera un árbol que no crece tan recto. Nunca hacía las cosas porque
toca hacerlas. Yo soñaba cuando niña que Minerva y yo, jamás dejaríamos ser las
mismas, pero parece que cambiamos.
Minerva me abrazó y
lloró como nunca.
─Te voy a extrañar
amiga. Todas esas aventuras juntas. Ojalá fuera siempre como un coyote como tú,
que nunca deja a su manada.
Minerva se despedía. El
alcohol me llegó hasta lo profundo de las tripas y quizás todo este tiempo, yo
jamás había dejado de ser una niña.
El silencio fue
perfecto. Minerva me miró y lloró justo frente a mi cara. Lloró como si se hubiera
perdido en la oscuridad y yo no estuviera más para sacarla del apuro como
siempre. Minerva ya no iría todos los días a casa a tomar la risa y las
respuestas. Ya no crecería más conmigo como cuando éramos muy niñas y el mundo
se desnudó frente a nosotras.
Abracé a Minerva y tuve
que crecer.
─ Puedes conocer un
hombre, coger con él, casarte y tener hijos, pero nunca olvidarás a tu mejor
amiga. Siempre estaré para ti, comadre.
Minerva y yo dormimos
una al lado de la otra. La mañana nos agitó la cabeza y seguimos nuestro
camino. A ningún lado, como en los viejos tiempos.
─ Amiga, te vas a casar
y estoy feliz por ello. Aunque no me guste la onda del matrimonio. Felicidades.
Minerva me sonrío y yo
levanté los brazos, saqué la cabeza por la ventana del auto y grité con toda
libertad. Minerva sólo aceleró y puso la música a todo volumen. Corrimos por la
carretera en cercanía como siempre lo habíamos hecho.
─Por la amistad.
─A huevo, por la
amistad.
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