De la serie Lo que las chicas hacen III
Hazme el día
por Isadora Montelongo
¿Quién dice que a las chicas de treinta y tantos se les ha acabado la vida? Cada que visito a mamá, arreglo su alacena, baño a su perro, escucho lo marica que fue mi padre por dejarla y recojo los vasos con el licor reseco que han quedado regados por toda la sala.
Espero llegar a casa, encontrarme con la sorpresa que yo misma he pedido por la red. Un sitio amigable, una clave, el precio variando por la entrega y 3 días de espera para recibirlo en la puerta de mi casa. Mamá dice que el tiempo de casarme ha pasado, que un día de estos amaneceré con los ovarios caídos y reventados, con el recuerdo de una mala cintura, una pensión de lástima y una hilera de sobrinos que deba cuidar sin que me den las gracias.
Callar a mamá es un reto. Es más fácil encontrar la cura de cáncer que tapar su boca de coladera de agua ardiente.
Me despido de ella con un beso de lejos, su aliento es imperdonable, le digo que he dejado pan fresco, leche y queso en el refrigerador, me pregunta ladrando dónde he dejado el whisky, antes de irme, se lo dejo en la mano. Se ha quedado con una sonrisa larga y unas piernas abiertas, mostrándome cómo se debe vivir la vida sobre un sofá.
Entro a casa, el camino ha sido típico: calor, hombres sucios con miradas sucias, niños estrepitosos y embarrando mocos. Dulce hogar. Mi paquete no ha llegado, me siento frente a la computadora, buscando, sin encontrar, algún correo electrónico que me aclare la demora de la entrega.
El timbre a la puerta, corro, mi paquete debe de haber llegado, el corazón se acelera como un auto de carreras, un chico repartidor, me hace firmar sobre una tabla electrónica.
Abro sin demora.
Mamá cree que la vida de una soltera acaba a los treinta y tantos, y yo sólo sé que comienzo a vivir aprendiendo a tener múltiples, consecutivos, repetitivos y simultáneos orgasmos con un gran dildo de plástico, que me hace el día, siempre que regreso de la casa de mamá.
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